Me obnubila la gente que sin estar a sueldo del lobby nuclear defienden esta energía con una agresividad pasmosa. Tras el terremoto y el tsunami, cuando la catástrofe de Fukushima aún estaba en su fase embrionaria, muchos plasmaron su arrogancia sobre el papel. Aquello no era razón para criticar la energía nuclear decían, afirmaban que utilizar Fukushima era manipular un evento que a pesar de su gravedad no tendría mayores consecuencias. El tiempo cordialmente les ha negado la razón y así, con la misma arrogancia, les ha arrojado a la realidad.
Muchas veces me he enfrentando al comportamiento altivo de quienes aludían a la absoluta seguridad de la energía nuclear. Cuando precisamente en esa necesidad tan extrema de seguridad comienza a dilucidarse el problema. Y no solo es la peligrosidad de la propia industria nuclear, sino también de sus residuos, cuya longevidad y costes de almacenamiento, otra vez por las extremas medidas de seguridad que requieren, la abocan a la aberración.
Fueron muy rápidos en decir que Fukushima no es Chernóbil, a las nucleares nunca les ha gustado la mala prensa, pero por más que se empeñen nunca han conseguido deshacerse de ella. Invierten millones en generar una imagen positiva y tenía la sensación de que últimamente estaba haciendo mella en la población; veía mucha gente ajena al entorno nuclear que se estaba doblegando a su utópico idilio de energía infinita y seguridad absoluta.
Zas en toda la boca. Menos de un mes más tarde Japón sitúa a Fukushima al nivel de Chernóbil. ¿Y ahora dónde quedó esa arrogancia? Intentaron suavizar lo que estaba ocurriendo, pero finalmente la realidad trágica se ha abierto paso. Ahora no solo se equipara la catástrofe nuclear con la ocurrida en territorio soviético, sino que se teme que la fuga radiactiva pueda superar la de Chernóbil.