En una oficina de aspecto ochentero, con muy poca luz, paredes con gotelé amarillentas, estanterías y mesas del mismo color desgastado y bandejas rotas en las que se acumulan montañas de papeles, trabaja Otto Korbinian.
Otto está cansado. Cansado de tener la sensación de que a medida que se hace mayor es menos libre y por tanto más esclavo del trabajo, de la sociedad, de las circunstancias. Él recuerda con nostalgia esos tiempos en los que no se ocultaban las opiniones entre indirectas, sarcasmo o frases con doble sentido. De hecho a Otto le toca los cojones pasarse la vida midiendo sus palabras y analizando lo que le dicen. Suele comentar que “no tiene ningún sentido que nos pasemos la vida adulta buscando mensajes ocultos en las conversaciones.” -sentenciando con que- “¡Es absurdo, jodidamente absurdo!”.
Un viernes, después del trabajo, Otto se encontraba en el Shop Village, un centro comercial de dimensiones totalmente desproporcionadas. Le agota la idea de que el ocio en las sociedades modernas se base en el consumo. Llegó allí como llegamos muchos habitualmente, movidos por la inercia social más que por un deseo expreso. Así que cuando comenzaba a disfrutar de sus cuarenta y ocho horas de libertad, Otto se encontraba otra vez entre paredes, en un escenario de cartón piedra, con algo más de colorido y de espacio, pero otra vez sin ver la luz.
Aburrido y sin ganas de enfrentarse a hordas de chaladas adictas a las compras, que recorren los diminutos pasillos de las tiendas como elefantes en un cacharrería, quiso sentarse y evadirse durante al menos un instante de ese entorno hostil. “¡Los centros comerciales son una jodida mierda!” -pensó- “No tienen prácticamente sitio para sentarse”. Otto lo tenía claro. No ponen bancos en los centros comerciales para que solo puedas sentarte en alguno, de los muchos, locales de comida basura que completan la oferta. El mismo nombre lo dice, centro comercial. Tu función allí es comprar, entregarte al consumismo más desmesurado, no sentarte en un banco sin despilfarrar tu dinero. “Lo que es aún peor es que las ciudades cada vez se parecen más a esto” -pensó Otto. Frustrado ante la imposibilidad de encontrar un banco, decidió sentarse en el suelo.
Con ese simple gesto, el descenso de las alturas del homo erectus hasta el mundo desapercibido de las rodillas, Otto descubrió algo totalmente nuevo para él, mucho más sincero, sin medias tintas, sin tapujos. Cuando descendió, se acercó al suelo, y a esa altura se mueven las personas que no se andan con tonterías, esos seres transparentes, carentes de la contaminación social a la que lentamente son sometidos mientras despegan del piso, los niños. Su comunicación tanto verbal como no verbal aún no pasa por el cifrado del Enigma.
De repente los niños le miraban como a un igual, le sonreían con complicidad mientras eran ignorados por sus padres, que a pesar de llevar de la mano a sus hijos, recorrían ese mundo de mentira hipnotizados por los escaparates y la felicidad que ansían meter en bolsas. Lo que más sorprendió a Otto era descubrir la sinceridad en los rostros de esas personas pequeñas que caminan con torpeza, su sonrisa se reflejaba en sus ojos, algo que en el mundo de adultos ocurre muy rara vez. Los adultos sonríen con la boca, un gesto forzado. Lo hacen por educación, no porque nazca en ellos el deseo de sonreír, y la mentira se descubre porque no hay líneas de expresión en sus ojos. Sus ojos no muestran otra cosa que la indiferencia.
A los niños por su parte les encantaba ver a uno de esos gigantes a su misma altura, se sentían un poco más comprendidos, sentían haber ganado un cómplice de ese mundo que aún no entienden. Sin embargo, Otto se olvidaba de una cosa: la sinceridad también puede venir acompañada de una buena dosis de crueldad. Es algo que Otto descubriría la siguiente vez que se agachase en un centro comercial.